jueves, 28 de agosto de 2008

PIEL

Esto comenzó hace más de una semana. Primero sentí la piel rasposa y reseca. Nada que una crema no pudiera resolver. Como no se me quitaba la resequedad, el asunto empeoraba. Tomé un tratamiento dermatológico y al final caí en cuenta que no se habían generado resultados positivos: la piel siguió endureciéndose. Al tercer día perdí color y me puse de un tono verde grisáceo. Luego se me cayó el vello y después el pelo. El endurecimiento siguió su curso y con cada hora que discurría me era más difícil moverme. Sentarme era un suplicio y mover los brazos era cosa de mucho esfuerzo. El quinto día desperté con un dolor intenso; un sonido crujiente me llevó a mirar mi nueva piel: se fragmentaba en octaedros y cada pedazo se encogía, dejando un surco rojizo entre cada placa. Mi piel era ya una corteza imposible de cortar; rugosa, dura como una uña, con pequeños conos que se elevaban desde cada una de las placas.
Hacia el quinto día mis manos y pies desarrollaron potentes garras, mis orejas cayeron y mis ojos se redujeron a dos pastillas alargadas y oscuras.
Para el sexto día mi abdomen se tornaba liso, armado por una docena de segmentos horizontalmente acoplados, de tonos claros; pueden verse algunas venas debajo. Mi lengua cambió y al sacarla, frente al espejo la noté más larga y dura, y en la punta habíase formado un pequeña esfera glandular, recubierta por miles de pequeñas receptores nerviosos. El séptimo día los cambios se detuvieron. Mi cuerpo sigue igual. Comencé a recobrar movilidad; pronto los movimientos resultaron fluidos y fáciles.
Vivo cerca de un arroyo en el bosque, en una cueva debajo de unas rocas. Subo a los árboles, me alimento de insectos y pequeños reptiles. Salgo por las noches a buscar peces y escarbo en la tierra en busca de lombrices. Escucho muy bien todos los sonidos y me gusta arrastrar el abdomen por la fresca arena del lecho del río.

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