Hay un pájaro en la casa. Se la pasa volando por la sala, recámaras y cocina; no hallo la forma de sacarlo. Lo que en un principio parecían ser las aspas del abanico girando, resultó ser el aleteo del pájaro. Ha hecho un nido en alguna parte, pues puedo escuchar chirridos de pajaruelos. Extrae su comida de la basura, come los dulces que dejan los niños por ahí y caza cucarachas nocturnas. Hace ruidos: en veces pienso que ha aprendido a reproducir nuestras voces. Maldice. Reflexiona. Conversa a solas. Se golpea contra paredes y puertas. Entonces noto que la botella de brandy se encuentra casi vacía. Ha leído mis libros. Ha echado un vistazo a mi álbum de fotos. Lo escucho merodear en la alacena y ha picoteado algunas de las fotos del recibidor. Sabe que lo estoy buscando. No vuela ya. Adivina que voy a deshacerme de él. Da brinquitos en la alfombra y los mosaicos de la cocina, y lo hace tan sigilosamente para que no lo advierta, pero mi oído alcanza a percibir el fino golpeteo de sus garras sobre la cerámica y el roce de sus patas con las cerdas de la alfombra. Compré una escopeta. Paso las noches en vigilia, esperando a que el pájaro salga para llenarlo de plomo.
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