Salpicón de pescado
Pescado blanco: 1.2 kgs. Hay que freirlo en aceite. Sin sal, sin nada. Una vez frito, guárdalo por ahí.
Solo un diario electrónico para registrar cosas que se me van ocurriendo, sin más.
Escuché de un vecino que su hijo de tres años acababa de entrar en una etapa donde le tiene miedo a todo. Por las noches, dice, escucha ruidos, inventa monstruos y observa seres fantásticos volar por la ventana. Duerme con un foco encendido y sufre de pesadillas frecuentes. Le pregunté cuándo terminaba esta etapa y contestó que duraba solo unos años. Curioso: yo no recuerdo haberla superado. Aún le temo a los entes que viven en la oscuridad y mi mente genera seres nuevos semana tras semana. No parecen irse a ningún lado. Lo peor del caso es que con el tiempo, se vuelven reales.
¡Venden sopas en lata! !Que onda! ¿Existe algo más looser que eso?
"Hola, somos la nueva sopa para la gente divorciada, soltera o abandonada. ¡Solo tienes que abrirla y agregarle.......lágrimas!"
(Oscar Cortes, http://ensenado.blogspot.com/)
El premio del Cocinero del Año 2008 va para Santiago Meza López , "El Pozolero". Chago cocinó a más de 300 narcos en tambores de 200 litros, en una técnica que él perfeccionó, "pozolear".
El chef Meza utilizó técnicas clásicas para cocinar a sus víctimas, como agua y sosa cáustica, entre otros ingredientes secretos que no quiso revelar. El sueldo del chef eran 600 dólares semanales, pero creemos que después de este importante premio, subirá de nivel y será promovido, por lo que sus finanzas mejorarán.
¡Felicidades Chago!
Siento un dolor en el muslo, por debajo del músculo. Estoy seguro de que es un coágulo que viaja con trabajos a través de la vena. Va directo al corazón. Voy a morir de un infarto. Si solo pudiera abrir la piel, retraer el músculo, descubrir el vaso sanguíneo, seccionarlo y extraer el coágulo, salvaría mi vida. Pero es muy tarde para cualquier intervención quirúrgica. Estoy sentado, en silencio, esperando el momento.
Retiré la cáscara de un plátano: un gusano gigante se retuerce y abre su boca húmeda de viscosidad y con dientes puntiagudos espera arrancarme un trozo de labio lengua cachete.
Mi mujer se fue de la casa.
Me abandonó.
Francamente no se hacer absolutamente nada sin ella. Lavar ropa, hacer el aseo general, sacar la basura, congeniar con los vecinos, encargarme de los perros y, mas importante que todo lo anterior, cocinar. Ella dejó comida preparada en recipientes de plástico. Reposan en plácido letargo en el refrigerador. Pero tienen una caducidad, y ese dato lo desconozco. Imposible calcularlo. Sencillamente no se lo que hay ahí dentro ni cuando fue preparado.
Ella no vuelve.
He estado comiendo comida podrida todo este tiempo. Carne con col picada que sabe a trapeador húmedo, un arroz con leche que burbujea y tiene una capa verdosa en su superficie, una ensalada de papas con crema cubierta con un finísimo vello grisáceo que fosforesce en la oscuridad, una sopa que ha cuajado y alberga una colonia de seres nunca antes vistos por la ciencia y un plato sobre el cual reposa algo envuelto en papel aluminio: hace ruidos, se mueve.
Tengo el intestino en expansión; toda clase de bacterias se reproducen crecen producen gases toxinas, escucho siento explosiones en mi vientre, se me retuercen las vísceras, los músculos que las rodean las comprimen, castigan. Hay vómito, tan intenso y bizarro que solo podría adjudicarse como consecuencia de una posesión demoníaca. Dolores de cabeza tremendos. Mareos. No puedo hacer nada: estoy postrado en un camastro saturado de flemas, orines e insectos microscópicos. Me la paso tosiendo, vomitando y con una diarrea mortal; convulsiono, maldigo en idiomas arcaicos y la vibra que produzco es tan nefasta que los insectos que vuelan cerca caen fulminados. En el patio, los perros mueren de sed, la basura se acumula en la cocina, los baños repletos de suciedad, la casa apesta hay moscas bichos que reptan vuelan y corren, por la chimenea han entrado gatos, viven dentro de la casa están por todas partes, hacen tanto ruido no me dejan dormir, apesta, la casa apesta, ya no puedo con este olor, la inmundicia me está matando. Los vecinos ya han puesto queja con salubridad, tocan la puerta, pegan de gritos, me amenazan y arrojan piedras a la casa, rompiendo vidrios, despedazando puertas y destruyendo las macetas. No me puedo mover y me siento mal, muy mal, necesito una ambulancia. Estoy a punto de prenderle fuego a esta pinche casa, no me importa morir.
Lorena: regresa por favor.
Me muero de hambre.
Recuerdo el rancho de mi tía, en la costa de la laguna de Tamiahua. De niño, pasé mis mejores vacaciones ahí. Viví una extraña combinación de alegría, euforía, miedo y terror. De lo último le arrebato a la memoria noches de lluvia, viento y tormenta; se iluminaba la ventana envarillada que estaba encima de mi cama. Con cada resplandor de un rayo, detrás de los barrotes de fierro se aparecía repentinamente un demonio. De rostro sonriente y rojo, juguetón, malicioso. Máscara, caricatura extraída de una baraja de lotería quizá, o de una figurilla de yeso ganada en alguna kermés, siempre envuelta en oscuridad, misterio. Apenas un niño, esa aparición siniestra me siguió durante años. Fue -es- presencia que se mantiene, acechante, con su misma sonrisa y mueca malévola, inmóvil, perpetua. El demonio sigue ahí, merodeando las ventanas en noches de lluvia, viento y tormenta, su rostro brevemente iluminado por el resplandor de los rayos.
Hace tanto tiempo que no duermo.
Abrí la hielera para sacar una cerveza. Las latas flotan entre trozos de hielo. Metí la mano y acaricié un bote. El agua es fría, tan fría. Sentí el impulso de sacar la mano, pues comenzaba a dolerme, pero decidí dejarla un rato más ahí dentro. El dolor pasó y con la mano entumecida, experimenté un hormigueo y después nada. La mano está morada, el lecho ungeal presenta tonos azulados y aunque puedo mover los dedos, no siento nada. Entonces tomé un cuchillo para filetear bistek y comencé a cortar la piel, justo por debajo de la muñeca. Aún no siento nada. Corté músculos y tendones hasta alcanzar los huesos. Maniobré la hoja entre las articulaciones y huesos, desprendiendo tejidos, hasta que la mano comenzó a colgar. El agua se llena de sangre y se disuelve tan lentamente. Corté lo que quedaba de piel y músculo y la mano cayó en el agua. Los músculos del antebrazo de restraen y abultan hacia el codo. Del extremo de mi brazo chorrea sangre y pende un colgajo de piel; me amarré una bolsa de plástico en la muñeca. Comienzo a recobrar la sensibilidad.
La mano, tumefacta, descansa en el fondo de la hielera, fría, inmóvil.
La sangre comienza a formar grumos, flotan sobre la superficie.
El dolor.
Me doblo.
Me rompo los dientes.
El dolor.
Entonces retiro la bolsa de mi antebrazo y lo meto en la hielera. El dolor cede, vuelve el hormigueo.
Sobre el suelo, descansa el cuchillo bañado en sangre.
Quiero compartir esto contigo. El jueves primero de enero de este año salí de una fiesta de año nuevo, completamente ebrio, y en cierta avenida, atropellé a un viejito. Creo que eran como las cinco de la mañana. Iba rápido -tan rápido- y con el radio a todo volúmen. No lo vi. Sentí el putazo, -seco-, el cuerpo resbaló sobre el cofre, se impactó contra el parabrisas, lo hizo cagada, rebotó, voló como un bailarín del ballet bolshoi sobre el carro y aterrizó a media calle. El golpe fue tan duro, como si le hubiera pegado a un burro o a un caballo. Yo digo que se rompió todos los putos huesos de su decrépito cuerpo, pues terminó despatarrajado sobre el pavimento. Frené, las llantas chillaron y exhudaron humo. El auto derrapó, obstruye el boulevard. Levanté la vista, miro por el retrovisor: parecía muñeco de trapo. Bajé del auto y observé el parabrisas: trozos de sangre, piel y hueso quedaron adheridos entre los fragmentos de vidrio. Putísima madre. Vámonos de aquí, rápido. Acelero. Subo el volúmen. La música hace vibrar el parabrisas sanguinolento y de pronto, palpita: una red arterial lo perfunde, el retrovisor se transforma en corazón y los vidrios rotos se funden, conglomeran y forman dos enormes y elásticos pulmones. La cabina se insufla de viento, las luces de la avenida atraviesan el parabrisas rebotan en los asientos, me deslumbran, la música estridente hace vibrar la carrocería, corazón y pulmones se distienden y encogen, la calle se transforma en una arteria gigante llena de vidrios gritos humo gasolina polvo heavy metal silencio.
Esta noche, la primera del año: maté a un anciano.
Solo puedo pensar en llegar a casa y mear. Todo lo que necesito es mear espumosamente, como un caballo, tirarme sobre la cama y dormir.
Mañana será otro día.