miércoles, 27 de agosto de 2008

ESCALERAS

Llegó a casa, se quitó los zapatos y los dejó en el primer escalón. Entonces subió a la habitación y se durmió. Llegué después que ella. La sala está quieta y apenas y se ilumina con la luz del baño, cuya puerta ha quedado entreabierta. Me siento en el sofá y respiro. Me encanta el silencio. Suelto los brazos. Echo la cabeza hacia atrás. Extiendo las piernas. Pongo la mente en blanco, bostezo. Repliego las piernas, me incorporo. Me quito los zapatos, los empujo a un lado. Entonces veo los suyos. Reposan en la base de los escalones de madera que llevan a la planta superior. Ahí están. Tan inmóviles, tan llenos de calles y rumbos. Repletos de sitios que debieron haber pisado, destinos latentes, palpitantes. Ahí están sus zapatos. Graciosamente construidos y decorados a la moda. Tan hartos de ser lo que son pero tan imposibilitados de cambiarlo. No aparto mi vista de ellos. Se ejecuta en el ambiente un silencio tan puro, tan esencial, que temo estar muerto. Me pincho el antebrazo y regreso al mundo de los vivos. El silencio continúa, pero el ambiente se perturba con una intención, y entro en un desasosiego que hace vibrar las aspas del abanico de techo. De pronto, el silencio es fragmentado: sus zapatos comienzan a subir los escalones en un andar constante, rítmico y percutivo. La oscuridad los traga y el ambiente recobra el silencio.

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