jueves, 21 de agosto de 2008

SECUELA

Esa noche tomé tal cantidad de ron que al día siguiente amanecí con la campanilla completamente translúcida y estirada: parecía una gota de gelatina. Me rozaba la garganta y cada que tosía me daban ganas de vomitar. Ese día fui con un cirujano y le pedí mutilara la estructura, pues no podía ya soportar el tener esa cosa rozándome la garganta. El galeno imploró paciencia, argumentando que el tiempo, la probidad y mesura en el consumo de alcohol harían regresar al apéndice a sus dimensiones normales. Esa noche soñé con la extirpación quirúrgica de mi campanilla. Desperté alterado y bañado en sudor. La campanilla no es un órgano; no contiene tejido nervioso importante, como el cerebro o la médula. Tampoco es depósito de glándulas que secreten hormonas fundamentales, como los testículos o la pituitaria. Es solo un colgajo de carne rarísimo, absurdo y francamente innecesario. Vestigio tonto, rudimento arqueobiológico cuya única función es la de ser extirpado quirúrgicamente. Es el apéndice de la garganta y está ahí para fastidiarnos. Es como un foco amarillo al cual le zumban las palomillas alrededor; siempre está ahí, pero nunca le pasa nada, a diferencia de las amígdalas, las cuales tienen la suerte de ser extirpadas con frecuencia y a tierna edad. Y ahí está la chingada campanilla, como una piñata, en espera del bisturí mágico que termine con ese vaivén tonto y obsoleto.

Llegué al puesto de tacos después de las doce. Ordené cualquier combinación; chicharrón, deshebrada, picadillo, barbacoa. Pedí una coca. Me senté en el banquillo y arrimé los limones, salsa y cebolla con cilantro. Ah, y el salero. A mi lado había un jornalero que, creo yo, se molestó porque le retiré la verdura; masticaba furioso la cáscara de un limón, acto que todavía no termino de comprender. Comencé a ver borroso: una lagaña que se asía de mi párpado como estalactita se disolvió con el calor y luego se volvió a secar; ahora tengo el párpado pegado y no puedo abrir un ojo. Con el otro veo borroso porque se me metió el jugo de un limón que exprimí y que salpicó, pero veo lo suficiente. Entonces llegaron una señora y su hijo. El chaval pidió una soda de naranja y unos tacos. Masticaba un taco de chicharrón cuando vi que una abeja se metía en la botella de refresco del menor. En ese preciso momento, el infante dio tremendo sorbo a la soda y, al parecer, la abeja se molestó por esto, propinándole semejante piquete en el gaznate. El niño comenzó a pegar de gritos, diciendo que le había picado una avispa en la boca. Luego de toser como enfisémico y pasearse la lengua frenéticamente por la boca, finalmente logró escupir a la abeja: ya venía muerta. La mamá le revisó la garganta y el chamaco tenía un piquete de abeja en la campanilla, la cual era ya, al momento de la inspección, del tamaño de una uva. Pagaron la cuenta y se fueron. Yo terminé enchilado y con un par de abejas zumbándome en las orejas.

Creo haber vomitado primero los de picadillo y luego la deshebrada; el estómago se tomó el tiempo de fabricar su propia comida gourmet y la presentó a través de las consabidas contracciones esofágicas tan desagradables. Así es como el estómago expresa su creatividad. Venía este platillo de alta cocina aderezado con una salsa oscura (la coca, creo yo). Luego de contemplar aquél espectáculo gástrico me arrastré hacia un bebedero público y bebí tanta agua como pude: el estómago, hinchado y resuelto a mostrar su desencanto ante tal exceso, se contrajo violentamente y expelí un líquido lechoso y acídico. Una pareja pasa a mi lado y me observa de manera repugnante y lastimosa. Ladra un perro; giro y un chihuahueño tiembla y me ladra mientras su dueña, una anciana cacariza, le grita cosas en alemán. Pálido y debilitado me incorporo y pienso en la abeja, el niño y los tacos. Mi campanilla es ahora una gota de manteca a punto de caer y deslizarse hacia la profundidad y el misterio esofágicos. Cae, cae maldito apéndice de mierda, cae antes de que se meta el sol.
De alguna manera llegué a casa. Esperaba verme en el anfiteatro, pero Dios fue grande y obró cosa milagrosa conmigo, permitiéndome dormir en mi alcoba, tan llena de enfermedades y malos recuerdos.

Recordé el acto extraño del jornalero en el puesto de tacos masticando la mitad de un limón: corrí al refrigerador, saqué un limón, lo rajé, mastiqué y tragué. Una ola de amargor terrible se metió en cada célula de mi boca y fue absorbida por el torrente sanguíneo donde finalmente llegó al cerebro: segundos después una contracción generalizada muscular dio paso a un escalofrío espantoso, y la campanilla vibró de tal forma que sentí como si tuviera una abeja histérica en el gaznate cantando ópera, tratando de liberarse.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Very fine......

Herr Boigen dijo...

La campanilla no es sexy, definitivamente, y qué onda con la goood girl? será spam? jajaja

vecerro dijo...

todo eso lo hubieras evitado con una coca en lata y dos sedalmerk o en su caso cafi-aspirinas, las cuales harian circular tu sangre con mayor fuerza y asi aparte de quitar el dolor te desinflaman lo que tengas hinchado, la coca en lata?? solo es para que repitiendo te quite el asco.

PD buen.texto.saludos