martes, 16 de diciembre de 2008

TELEVISIÓN

La encendí. Algo está pasando ahí dentro. Supongo que lo de todos los días. Solo dejo que ocurra y me entrego, sin condiciones. Qué me importa lo que transmitan: noticias programas anuncios telenovelas el clima caricaturas o la serie de acción, para mí todo es igual: una pantalla con sonidos e imágenes que cambian de color e intensidad y cuyo significado no me interesa. Después de un par de horas de esta terapia estúpida de figuras histéricas pegando de gritos, me harté. Creo haber tenido suficiente. Abrí el cajón de la mesita de cama, saqué un revolver y le disparé al televisor. La pantalla estalló liberando millares de diminutos vidrios, esparciéndolos por la atmósfera de la habitación. Lenguetas electrificadas siguieron al estallido, deshilándose, impactándose contra techo y paredes y dejando un pequeño punto quemado en el sitio de contacto. El ambiente tiene un aroma a electricidad y huele a quemado. Entonces, comenzó: una sustancia viscosa y plasmática sale de la pantalla y se vierte sobre la alfombra. Es iridescente y cambia constantemente de color. La masa avanza lentamente, ebulle: espículas se alzan y liberan pequeñas burbujas de gas nocivo mientras la estructura toda es impulsada por una corriente eléctrica en un movimiento ondulatorio y rítmico. Invade la habitación. Se desliza entre las patas de la mesita la silla la cama, se enrosca en ellas y sube. Lentamente. La sustancia hierve, eyecta fosfenos y la atmósfera resplandece. Alcanza el borde de la cama y disuelve la sábana. Me repliego. Respiro el gas, comienzo a entumirme, mis músculos se tensan y las articulaciones endurecen. Estoy mareado, toso, me duelen los pulmones, no hay forma de escapar. La masa está a punto de alcanzarme. Ya sube por la cama. Meto el cañón de la pistola en mi boca y mientras siento el cosquilleo de aquella sustancia tocando los dedos de mis pies jalo el gatillo.

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