viernes, 12 de septiembre de 2008

MANOS

Tengo que estar lavándome las manos constantemente. Secreto una sustancia nociva, ácida. Una especie extraña de larva amazónica anidó por debajo de la piel de mis manos, se reprodujo y transformó en cadena de glándulas epidérmicas interconectadas que producen y eyectan un bálsamo exótico nunca antes descrito. Con solo contraer los músculos, ocurre la eyección. Al contacto con otras personas, se suscitan accidentes; la gente se enferma, el color de su piel cambia y su sangre termina infectada con ponzoña desconocida y sin antídoto. Si toco el pelo, se cae. Si saludo a alguien desde la distancia, esa persona sufre convulsiones, entra en coma y muere. Si toco metal, se corrompe en óxidos malignos. Si froto los genitales, recibo de inmediato afección venérea.
Diseñé guantes especiales de asbesto, fibra de carbón, nopal deshidratado y bióxido de titanio, pero la secreción traspasó el entramado molecular de aquella protección y la infección se diseminó por el ambiente. La gente tose, se contrae y envejece cuando pasa a mi lado. Además, pierde la audición y comienza a hablar en lenguas arcáicas. Quienes los observan se tapan la boca, los ojos, y regresan a casa y ahí terminan postrados en un camastro sucio donde, en cuestión de horas, terminan convertidos en polvo. La secreción de mis manos modifica la atmósfera, expande sus gases y los trastorna. Crea a su alrededor un halo de gasificación que enferma y disuelve todo lo que toca.
De nada sirve lavarme las manos; el compuesto disuelto en el agua rompe las tuberías y corrompe el subsuelo.
No se qué hacer.
La única opción es cortarme las manos. Es por el bien de todos. Lamento tener que hacer esto. Lo haré esta misma noche.