Llegué del trabajo. Mi uniforme es un asco. Está manchado, lleno de grasa y huele a comida. Soy cocinero, sabes. Uso una camisa debajo de la filipina. Al llegar lo primero que hago es deshacerme de la filipina; la arrojo al cesto de la ropa sucia, me quito los zapatos y me preparo un esocés en las rocas. Al rato vuelan los pantalones por la recámara, me arrojo sobre la cama y prendo la tele. Pasan cualquier cosa, lo que sea. Veo las imágenes pero no escucho lo que dicen ni pongo atención a los anuncios. Estoy relajado, bebiendo, contento y ciertamente despreocupado. ¿Hace calor? Si, un poco. Abro la ventana. Corre una brisa cálida, muy agradable, pero caliente. Después de una hora sigue entrando el viento, igual de caliente y molesto. La televisión sigue mostrando cualquier cosa. Tengo calor. Me quito los calcetines y me sirvo otro escocés, pero con más hielo. Mucho hielo. Ahora estoy sudando. No tengo aire acondicionado y el ventilador no funciona. Me voy a quitar la camisa. Jalo desde abajo, con la intención de sacarla de un único y grácil movimiento, pero algo repentino interrumpe mi esfuerzo: estiro hacia arriba y la tela se detiene bruscamente. Siento un dolor intenso en la piel, grito, suelto la camisa y me llevo una mano a la boca y, mordiendo parte del puño, contengo mis gritos. La camisa se está pegando a la piel. La brisa sigue entrando por la ventana, calentando la atmósfera de la recámara. Tengo más calor que antes y estoy sudando como un africano. Prendo la lamparita de noche y apunto su luz hacia mi abdómen: el sitio donde intenté arrancar la camisa está enrojecido, inflamado. Llevo la mano hacia la espalda y tiro de la tela, pero el resultado es el mismo. Algún proceso exótico se está dando entre mi piel y la chingada camisa y no lo entiendo. El caso es que por más que intento quitármela, no puedo. Y entre más jalo, tiro y estiro, lo único que logro es martirizarme, pues la camisa está practicamente pegada a la piel y con cada estirón el dolor es indescriptible. Los vellos se entretejen con las fibras de la tela y pronto puedo sentir que la camisa ya ha transmutado en otra cosa y ha dejado de ser lo que era; al tacto se siente denso, resbaloso y con cierta fibrosidad propia de los chalecos antibalas y la piel de un ornitorrinco. Aumenta la temperatura. Estoy tan acalorado y me deshidrato. Muerdo con tal fuerza los hielos que quedan en el old fashioned que golpeo con los dientes el borde del vaso, lo rompo y mastico un poco de vidrio. Tengo horriblemente cortado el labio y parte de la lengua. Me sangra la boca y el alcohol me quema. Corro al baño me inclino sobre el lavamanos y abro el grifo; el agua sale a borbotones, la bebo frenéticamente cuando siento que la camisa me aprieta. Vellos y fibras se entrelazan, retuercen y comprimen pecho y abdómen. Respiro con dificultad. Escupo saliva con sangre, abro la boca lo mas que puedo, levanto los brazos y respiro hondo, después mis respiraciones son breves y rápidas. El agua sale furiosa. Me volteo, estoy mareado. Me apoyo con el dintel, levanto el rostro y camino despacio hasta la cama; me acuesto boca arriba e intento calmarme. Mi respiracón es intensa y me duele todo. El esfuerzo ha tensado todos los músculos del cuerpo y aunque quiero gritar no puedo pues la compresión en el tórax lo impide. Qué está ocurriendo no lo se. Quizá el calor comenzó a disolver la grasa de la piel, y esta se mezcló con el sudor, el colorante de la camisa y los químicos impregnados en ella, creando un polímero indestructible, flexible y resistente a la corrosión. Esta reacción está generando calor, tremendas e insoportables cantidades de calor. Siento que me quemo y no puedo respirar. Giro, caigo al suelo y, reptando, regreso al cuarto de baño. Alcanzo el retrete, desconecto el tubo de alimentación de agua y comienzo a mojarme, pero el agua causa una reacción química insospechada y adversa: la fusión de la piel con la camisa genera un gas tóxico que aumenta la temperatura y me hace toser violentamente. Salgo de ahí, supurando sustancias perniciosas, envuelto en dolor, ardiendo en fiebre y con mi tórax y parte de mi abdómen recubiertos por una extraña sustancia fibrosa y protéica. Se me hinchan los ojos, manos y pies desarrollan edemas tremendos, casi no puedo escuchar y estoy perdiendo visión. Atravieso la habitación, el ejercicio es extenuante, el dolor intenso y estoy a punto de perder el conocimiento. No puedo mas, debo detener esto, ahora: me arrastro hacia la cocina, abro la puerta del horno y giro la perilla del gas. Me enrosco, metiendo cuanto de mí se puede en aquel espacio y enciendo la hornilla.
1 comentario:
Ya dejame dormir. Esto me causó pánico y prurito.
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