Recuerdo el rancho de mi tía, en la costa de la laguna de Tamiahua. De niño, pasé mis mejores vacaciones ahí. Viví una extraña combinación de alegría, euforía, miedo y terror. De lo último le arrebato a la memoria noches de lluvia, viento y tormenta; se iluminaba la ventana envarillada que estaba encima de mi cama. Con cada resplandor de un rayo, detrás de los barrotes de fierro se aparecía repentinamente un demonio. De rostro sonriente y rojo, juguetón, malicioso. Máscara, caricatura extraída de una baraja de lotería quizá, o de una figurilla de yeso ganada en alguna kermés, siempre envuelta en oscuridad, misterio. Apenas un niño, esa aparición siniestra me siguió durante años. Fue -es- presencia que se mantiene, acechante, con su misma sonrisa y mueca malévola, inmóvil, perpetua. El demonio sigue ahí, merodeando las ventanas en noches de lluvia, viento y tormenta, su rostro brevemente iluminado por el resplandor de los rayos.
Hace tanto tiempo que no duermo.
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