lunes, 1 de febrero de 2010

CAMISA


Escuché el golpe: fue tremendo. De inmediato sabes que fue un choque; es algo que se siente: se te crispa la piel y algo dentro de tí tiembla. Me puse una bata y pantuflas y caminé apresuradamente por la banqueta. El carro se había dado de frente contra el poste de la esquina. Me acerqué. El motor invadió la cabina. Engarruñado, el cuerpo del conductor, destrozado contra el volante, mezclado con fierros vidrios vísceras plástico sangre tela. El radio aún suena y las luces permanecen encendidas. El asiento de atrás aloja a una persona con el pecho detrozado; una mujer a su lado gime. Apenas y puedo escucharla. Comienza a respirar agitadamente y emite un gorgoreo: le brota sangre por la boca. Me asomo; tiene el cuello cercenado y un pedazo de metal le atraviesa el abdómen. De pronto, se apaga el radio. Rodeo el vehículo, pisando fragmentos de vidrio y plástico y a unos metros de ahí veo un cuerpo. Venía en el asiento del copiloto. Con el impacto salió disparado y yace parte sobre la calle y parte en la banqueta. Tiene el torso desnudo y el cráneo partido en dos. Comienzo a alejarme cuando veo un pedazo de tela atorado en uno de los pequeños árboles que crecen a lo largo de la banqueta; es la camisa del copiloto. No puedo resistir el impulso y, cuidando de no ser visto por los vecinos que ya se acercan al accidente, la tomo, meto debajo de mi bata y regreso a casa. Cierro la puerta, me recargo contra la pared, respiro hondo y arrojo la prenda hacia el sillón de la sala. Está arrugada, rota, manchada de sangre y tierra. Tiene un olor terrible a loción, sangre y gasolina. El aroma me enferma; subo a la recamara, me desvisto y ducho. Apago la luz y me tumbo en la cama. Afuera escucho el ajetreo; repliego la cortina y me asomo: apenas llega la ambulancia, la calle está llena de gente. Cierro la ventana. El barrio se llena de sirenas, gritos, barullo, conmoción. Intento dormir. Las imágenes del choque me asaltan pero después de un rato el sueño me vence; entro en sopor, cedo y caigo dormido.
La mañana es fria y me preparo un café. Aún hay rastros de aceite, vidrios, trozos de plástico, metal y sangre. Tanta, que a ratos se acercan gatos a lamerla. Se han llevado el vehículo y el poste se encuentra despostillado, a punto de caer. Hay gente en la calle; toman fotos, conversan, se llevan la mano a la boca y mueven la cabeza en signo de negación. Aún tengo el zumbido del impacto en los oidos. Doy un sorbo al café, trago y un escalofrío me afloja las piernas; abro bien los ojos y echo una mirada a la sala: la camisa ha desaparecido. Solo unas gotas de sangre manchan el sillón. 
 

3 comentarios:

ensenado dijo...

Buena historia. Se la contaré a mis hijos (cuando conciba, claro) antes de dormir.

D.L. dijo...

Falta el sonido en silencio que se escucha sin ser escuchado y las miradas que dicen más que mil palabras, así como el morbo. ¡¡¡¡Grandioso morbo del ser humano!!!!!

Chef Herrera dijo...

bonita historia para contarla en familia.