Hay un crucifijo reptando por el suelo. Se arrastra y hace ruidos. Le di alcance y le puse el pie encima. Apreté y roté el zapato hasta que escuché una serie de tronidos, como cuando apachurras una cucaracha. Un líquido amarillento salió expelido a gran velocidad, seguido de un grito espantoso.
Un pequeñísimo ser humano sale por debajo de las tablillas cruzadas, se arrastra, está mal herido. Pero yo no pienso jugármela: en un recipiente mezclo gasolina con aceite, lo vierto sobre el hombrecillo que repta a través de los mosaicos de la cocina e intenta escapar, le arrojo un fósforo encendido y contemplo cómo se consume en una gran llama de colores, dejando una estela de humo maloliente y negro. Mientras se retuerce, sus gritos quedan apagados por el humo y el calor intenso. Observo cómo se consume por completo, hasta que solo queda un montoncito de cenizas.
Cuando la plaga parece quedar controlada, un sonido crispa mi piel: más crucifijos bajan por las paredes.
Invaden la casa.
1 comentario:
ja ja ja, más de esto por favor
Publicar un comentario